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Thursday, February 20, 2014

EL VEDADO DE UNA HABANERA CUALQUIERA


Para mí, uno de los lugares más acogedores del planeta ha sido siempre el barrio del Vedado. No es que ostentara la grandiosidad de las Cataratas del Niágara, o el romanticismo del Taj Mahal; Ni tampoco el ritmo de Copacabana, o el esnobismo de Manhattan. Sin embargo, bajar por los parques de Paseo hacia el mar después de las 5 y ver las vicarias moradas y blancas crecer silvestres; mirar los rosales de los jardines respirando aquella brisa de mar perfumada de jazmines, llena más que un viaje a las cataratas; inspira más que el amor del Sha Jahan por Mumtaz Mahal. Y hace sentir la cadencia de Copacabana en un atardecer relajado y calientico. Nada que ver con New York.
Al final de la caminata, no hay más que sentarse en el muro del Malecón de espaldas al mar y ver caer la tarde sobre la ciudad.  Un velo plateado la va cubriendo lentamente, volviéndola tornasolada con luces violeta y anaranjadas que emanan del azul.  Acaricia las mejillas una delicadísima rociada de mar y se escucha  el runrún de salitre húmedo que solo se da en el Caribe. Un soplo de gardenias podría sorprender los sentidos sin que se sepa de donde salió.  La experiencia equivale a un concierto privado de Chopin o a una conversación íntima con Dios. Esas sensaciones pueden llevar al más tenso a nirvana.     
Es que caminar por el Vedado, es sumergirse en su pasado.  Si se presta atención, se le escucha contar deliciosas anécdotas al oído. No como la cuentan los cuenteros, que si la seguimos a través del tiempo, desde la primera narración hasta la más reciente, la última es muy diferente a la original. Como suele suceder, la historia del Vedado, se ha ido metamorfoseando porque ha sido contada entre brisa y olas; carencia y abundancia. Entre hazaña y fantasia. Ha cambiado con el tiempo, con las generaciones; eventualidades y emigraciones. 

Lo pude confirmar en un docudrama producido recientemente que mire en “you tube” sobre la historia del Vedado, y que fue la motivación para que hoy recuerde lo que voy a tratar de contar en el mejor orden que soy capaz dentro de mi propio desorden.  Me siento muy afortunada de haber entrado al mundo por un umbral de tanta belleza, energía y tan diversas emociones. 
Me agradó el concepto del docudrama porque daba voz propia al barrio para que narrara su biografía, mientras como buen anfitrión, El Vedado guiaba a una parejita jóven, acabada de conocerse, en una excursión por sus calles y recovecos 50 y tantos años después de mis recuerdos. En El Vedado se conocen y en El Vedado se enamoran ¿Y quién puede decir que no se ha enamorado en El Vedado alguna una vez? Solo los que no lo conocen. Creo que quizás el tiempo no permitió a los escritores investigar lo suficiente para esta película. O los que podían contar los detalles que lo hacen especial, no están allí. Ya no caminan entre los vivos. ¡Y no todo el mundo en La Habana puede hablar con los muertos!
Confieso que yo misma, hace tiempo no doy la caminata que propongo, aunque hago el ejercicio todo el tiempo, como hacía Lezama; Me traslado. No veo baches en la calle, ni basura sin recoger; ni gente en chancletas. No extraño a las sirvientas uniformadas, a los niños almidonados, ni a las piqueras de esquina. Tampoco escucho vulgaridades ni veo ropa tendida a la vista.  Veo y siento solamente al Vedado que es parte de mi propia historia.
Me entristeció ver en el documental lo que queda del Hotel Trotcha de Calzada y 2, que fue el primer hotel de lujo fabricado en la ciudad para que los primeros turistas caminaran al mar a finales del siglo XIX, cuando el Malecón aún no existía. Yo nací solo a una cuadra de allí, en la calle Línea (que viene siendo Novena) entre Paseo y 2, casi al acabar la primera mitad del Siglo XX, cuando todavía pasaba el tranvía eléctrico por Línea.  Ambos lados de mi familia estaban en el Vedado desde 1850-y-algo,  por eso conozco la historia casi orgánicamente. Nacer en ese rincón del planeta fue un privilegio. Cuando lo pienso, me viene el olor de la enredadera de jazmínes que a veces caía sobre el portal de mi casa. Puedo ver los colores de los mosaicos marroquíes de la fuente y siento el perfume de los rosales de Abuela.
Teníamos hasta “la rosa blanca de Martí” en el jardín. Literalmente, porque muchos patriotas del Ejército Libertador compraron terrenos y casas en El Vedado después de la guerra y abuela se lo dedicó. La viuda del Coronel Pepito Martí y Zayas-Bazán (Ismaelillo), hijo del apóstol, vivía a cuadra y media de mi casa en 4 y Calzada con su esposa Teté Vances, amiga de Abuela, que como ella, murió en su casa del Vedado.  La familia del General Loynaz del Castillo vivía en 17 y E, donde vivió hasta su muerte su hija, la gran escritora y poeta Dulce María Loynaz (Premio Cervantes), aunque lo que me han contado de su última etapa en el planeta me entristece.
La prole del   General Juan Gualberto Gómez, gran colaborador de José Martí, amigo de mi abuelo en su juventud y uno de los primeros intelectuales en promover la igualdad racial en Cuba, vivía del otro lado de Paseo.  El Coronel Horacio Ferrer, (oftalmólogo) vivía en la esquina de Línea y L y como curiosidad, conservaba los espejuelos del Generalísimo Gómez. Cuando demolieron su casa se fabricó un edificio moderno donde estaba la oficina de su hija, la Dra. Olga Ferrer, oftalmóloga también, quien recetó mis primeros espejuelos cuando tenía apenas 7 años.
  Los primeros judíos que llegaron a Cuba, venían con Cristóbal Colón y fueron: Rodrigo De Triana, el marinero que vio tierra por primera vez; Roderigo Sánchez de Segovia, cirujano; Maestre Bernal, médico; y Alfonso De La Calle, marinero. Pero la comunidad hebrea y el judaísmo se hicieron más visibles en Cuba durante la primera mitad del Siglo XIX.  Me han dicho que la primera asociación judía estaba en la Habana Vieja, pero desde que yo recuerdo, el edificio principal de la comunidad hebrea estaba en la Calle Línea, por lo que también muchos de nuestros vecinos eran judíos. Julio Lobo, conocido como el Zar del Azúcar, porque llegó a controlar el mercado mundial, era de ascendencia sefardí y vivía en El Vedado con su esposa Esperanza Montalvo y sus dos hijas, aunque creo que la señora era católica, como el resto de la aristocracia criolla. Tengo entendido que Lobo descansa en la catedral de Madrid y su fortuna ascendía a los $200 millones en 1958.
Pero él no era el único millonario que vivía en El Vedado.  Sarrá, dueño de las droguerías, vivía en la calle 2 esquina 13. Era un viejito de guayabera que pasaba en su Rolls Royce clásico todas las mañanas cuando yo esperaba la guagua del colegio.  Siempre  saludaba sonriente. María  Luisa Gómez Mena, Condesa de Revilla Camargo, cuya fortuna se dice provenía de centrales azucareros, comercios y bancos, vivía en la calle 17. El tronco de la familia, Joaquin Gómez, llegó de España alrededor del 1830 y levantó su imperio con la trata esclavos y el comercio clandestino, aunque eso no se dice, claro. Abuelo decía que donde hay tanto dinero casi siempre hay trapos que lavar. En Estados Unidos están los de la familia Kennedy durante la prohibición, o los mucho peores de la familia Bush. Prescott Bush (padre de Bush padre) ayudó a Hitler a tomar el poder blanqueando el dinero de los Nazis. Eso tampoco se dice, aunque se debiera decir porque generalmente la manzana no cae muy lejos del árbol.
El apellido Gómez Mena surge cuando en 1877 Manuel Gómez, del clan de Joaquín, se casa con la cubana María Mena y deciden unir los apellidos, posiblemente para hacerlo lucir más original, de más clase. Pero volviendo al Vedado, las oficinas del gurú Don Pepe Gómez Mena, estaban en la calle Calzada #3, (que viene siendo séptima) en El Vedado. Más  tarde Lillian Gómez Mena se casó con Alfonso Fanjul  heredero de Czarnikow Rionda Company y de la Cuban Trading Company de NYC (Wall Street) y se desarrollaron más centrales azucareros, refinerías, destilerías y bienes raíces (La Manzana de Gómez entre ellos). Alfonso Fanjul hijo, cuyos “holdings” en Estados Unidos incluyen Domino Sugar, ha sido acusado de utilizar mano de obra infantil haitiana y dominicana en sus centrales azucareros de Santo Domingo, y mano de obra Jamaiquina muy barata en sus centrales de la Florida, sin darle cuidado médico a sus obreros, que cuando se mueren, nadie se entera porque los tiran al pantano en lugar de enterrarlos. 

Incluso hay un documental sobre todo eso, pero ha desaparecido como por arte de magia. Hay hasta una película producida por Jodie Foster con Robert de Niro en el papel de "Alfi", pero con tantos intereses de por medio, podría quedar en el limbo también. Alfi Fanjul dice ahora que quiere rescatar la industria azucarera cubana y reunificar a la familia, pero ese es otro cuento (bastante viejo).    Nada que lo que se hereda "no se hurta," aunque sea hurtar. Mi  idea no era sacar trapos sucios de familias prominentes de Cuba si no  establecer que el “dinero viejo” de La Habana estaba en El Vedado, pero me excedí  (porque hay cosas que no se pueden omitir). 
También estuvo en El Vedado la primera Oficina de Correos de la República, como el primer Tribunal Supremo.  Ambos estaban ubicados en el Trotcha en 1902. Aunque ya lo mencioné, lo citaré de nuevo por haber sido parte integral del Vedado que llevo conmigo; donde nací, me crié y me bautizaron.  Fuí al kindergarten en la escuela Artes e Idiomas de la Srta Párraga en la Calle 4, en el mismo edificio donde se encuentra hoy la sede del Conjunto Folklórico Nacional.
En El Vedado intenté aprender lo que se de francés e italiano, comí acorazados en El Carmelo de Calzada, helado tostado en Potín, perros enrrollados en El Recodo y pirulíes en la puerta de las Dominicas. Patiné en el Parque Villalón, empiné papalotes en las azoteas de Línea cuando el Naroca no existía aún. Allí había una escuela de varones llamada La Gran Antilla y antes de eso, el Consulado Dominicano estaba en esa esquina. Desde la azotea de mi casa veíamos el Grand Prix hasta que secuestraron a Juan Manuel Fangio, a quien también conocí en una fiesta en El Vedado. 
Me lancé en bicicleta por la loma desde 17 hasta 11 detrás del carrito de helados San Bernardo y trepé árboles y estatuas en los parques de Paseo. ¿Las cicatrices de mis rodillas?  “Souvenirs” del pavimento del Vedado. Mi mundo entero se extendía desde Malecón hasta 23 y desde L hasta 12  ¡Y no me hacía falta más!  Sí cruzaba la calle y caminaba ½ cuadra llegaba a casa de mis abuelos. Si subía por Paseo, llegaba a casa de mi Tía Abuela. Al lado tenía primos. Tres cuadras del otro lado estaba otro Tío Abuelo con más primos. Subía por la calle 8 y mis tíos vivían frente al parque. Cuando caminaba a la escuela, pasaba por casa de otro Tío Abuelo y si iba al conservatorio, pasaba justo al frente de casa de mi prima. También mi dentista, la clínica donde estaban mis médicos y todas mis actividades familiares. Mi parentela entera estaba dentro de dos millas cuadradas.  Lamentablemente ese era el tamaño de mi perspectiva del mundo. Al menos hasta los 17 años.
Dentro de ese espacio ví el estreno de “Sayonara” en el cine Rodi, el de “Gigante” en el Trianón y todas las películas de María Félix en el Olympic, que en la década del cincuenta le pertenecía al consulado de México y traía lo mejor de la época de oro del cine mexicano a La Habana, desde “Tizok, amor indio” hasta “Que Dios se lo pague”. En mi mente aún viven las imágenes de “Marabunta,” cuando pusieron un ataúd de cristal frente al Trianón, con un muñeco que parecía un muerto. Soltaron docenas de bibijaguas centro del vidrio para dar la impresión que se devoraban al hombre. Me consta que cada niño del barrio, tuvo pesadilla esa semana despertando con picazón. . . y me incluyo.    
Cuando aquello, ver dos estrenos de Hollywood, noticias del mundo, cine revista, avances de estrenos futuros y varios cartones costaba un peso y los niños pagaban menos. Las rositas de maíz costaban 25 centavos y una cocacola costaba 10 en el cine, donde todo era más caro. Un chocolate Nestle (les llamábamos peter, no sé por qué) costaba un real.
Como crecí apenas a 4 cuadras de donde se fabricó el Hotel Havana Riviera, a los 11 años estuve en su inauguración. Fue la primera vez en mi vida que tome un “Shirley Temple” y pude ver de cerca a Ginger Rogers ensayando para su debut en el Copa Room; a Mamie Van Doren parar el tráfico en un traje de baño dorado y a Abott & Costello con servilletas amarradas al cuello desayunando “pancakes” en la cafeteria.  Miré  alzar las magníficas esculturas del genial Florencio Gelabert (qpd), que hasta fijas, ondulaban como el mar.  Miré igualmente levantar los murales de Rolando López Dirube. También jugué mis primeras maquinitas en el lobby y gané como diez pesos, una fortuna para mí en esa época. 
Como en casa éramos fanáticos del teatro, más o menos por esa fecha disfruté a Renata Tebaldi interpretar Aida en el Auditorium, a Eartha Kitt cantar “Santa Baby” en una presentación privada en la sala Hubert de Blanck (cuando ni pensaba ser Catwoman), y a Pedro Vargas cantando Piel Canela en Radiocentro cuando todavía se llamaba Wagner.  
Fuí a regatas del Vedado Tennis, jugué ping-pong en el Lyceum, patiné en hielo en el antiguo Palacio de los Deportes y llevé mi perro a vacunar en la clínica del  Dr. Caiñas.   Recé el rosario en la Casa Cultural de Católicas y bailé rock and roll en el Ámbar. Por un peso vi con mis propios ojos una verdadera hemafrodita en el “sideshow” del Ringling Brothers. Jugué postalitas en el solar frente al Centro Vasco. Comí arroz frito en el Pekín y nunca más probe crépes Suzette como los del Monseigneur, ni Canelones como los de Da Rossina. Conocí a La Lupe desde que vivía en el Rainbow de la calle Tercera y la vi cantar por primera vez no en La Red, si no en el ROCCO cuando cantaba con el Trío Tropicuba y el ROCCO era de Roberto y Coco Pertierra.
Me confesé en la Parroquia del Vedado, estrené la piscina del Focsa y coleccioné sombrillitas del Trader Vic’s antes que le cambiaran el nombre a Polinesio. Me senté en los cojines del Sheherezada cuando Pacho Alonso cantaba en el piano bar y bailé con la Aragón original en el Salón Caribe del antiguo Havana Hilton.   Cuando tumbaron el cuartel de casquitos que iba de Paseo a 4 y de Tercera a Primera me cansé de montar a caballo en ese terreno.   ¡Y cuando trabajé por primera vez, trabajé en CMQ TV!   Todo en El Vedado.

El Vedado histórico lo conocí mejor por el grabado añejo del artista francés Pierre Toussaint Mialhe (1810-1868) que colgaba en la saleta de mi casa e ilustraba un caserío de pescadores y carboneros a la orilla del Río Almendares con dos volantas viajando en dirección contraria.  También unos cuantos peatones regados. A la izquierda iba un caminante con dos mulas, cargadas (supuestamente) de carbón, por un camino paralelo a la costa cerca del río Almendares (que no siempre se llamó así).  Su nombre indígena era Casicaguas, que quería decir “el ojo del agua.” Pero un obispo español de apellido Armendariz, curó sus dolores reumáticos en el Siglo XVII bañándose en uno de los siete manantiales del Casicaguas y el nombre cambió a Armendariz, degenerando a Almendares cuando se acabó de cubanizar.   Los de a pie del grabado iban por lo que es hoy la calle Quinta. El hombre de las mulas iba por lo que es hoy la calle Calzada.

 

 La obra de Miahle era de 1838, se llamaba “Vista de la Chorrera” y ese era El Vedado de aquel entonces. Se adivinaba de lejos otro caserío de albañiles que trabajaban en las canteras de San Lázaro, cerca de lo que es hoy la intersección de Infanta y 27. Me encantaba escuchar a Abuelo describir el grabado porque siempre añadía algo nuevo del Vedado o me contaba una experiencia fascinante del Ejército Libertador, o de su carrera de jóven reportero que siempre relacionaba al cuadro.

 

Pero hay que remontarse a la fundación de San Cristóbal de La Habana, para contar bien el cuento.  A Diego Velázquez, primer gobernador de Cuba, se le ocurrió tomar el sur de la provincia dominada por el Cacique Habaguanex (que iba desde el Mariel hasta Matanzas) y fundar la villa en la desembocadura del río Güines. No tuvo en cuenta los insufribles mosquitos ni las fastidiosas hormigas habaneras que invadieron sin piedad a los  residentes. No hubo más remedio que mover la villa a la desembocadura del Almendares.

 

Esta zona tampoco fue la ideal por ser difícil de defender de corsarios y piratas. En 1519 los vecinos no aguantaron un mosquito más y se fueron al Puerto Carenas (en la Bahía de La Habana), donde, por desgracia, no había agua potable. Hubo que transportarla en bote desde el Almendares hasta que se creó en el Vedado, el primer acueducto de América:  la Zanja Real, que llevó agua desde la Chorrera a la Plaza de la Catedral hasta que mucho, pero mucho después, por la segunda mitad del siglo XIX, se inauguró  el acueducto Albear.

 

La Habana estaba creciendo al oeste de la bahía porque era la parada principal de los barcos que iban para España cargados con todo lo que le robaban al nuevo continente.   A raíz del saqueo de la ciudad por el pirata francés Jacques de Sores, se construyó el Castillo de los 3 Reyes del Morro cuya posición crucial fue reconocida casi tan pronto como el puerto de La Habana empezó a tener la importancia estratégica que tuvo en la colonia.  Entonces el famoso Pata de Palo,  pirata inglés cuyo nombre era Cornelius Jolls, se robó la flota de la Nueva España en la bahía de Matanzas, bloqueó la entrada a La Habana y derrotó a los españoles con la ayuda de su lugarteniente Diego Grillo, único pirata criollo que se conoce.

 

Se construyó el torreón de la Chorrera que se le comisionó a Juan Bautista Antonelli, hijo del ingeniero italiano que construyó el Castillo de los 3 Reyes del Morro. Antonelli usó de modelo las torres redondas que detenían los ataques de los moros en las costas de España. Lamentablemente la nuestra era muy propicia a ataques de piratas porque   desembarcaban de noche y avanzaban hasta los muros de la ciudad en la oscuridad.  El Cabildo, usó los bosques de la zona como protección y prohibió el paso, castigando impúnemente a los desobedientes.  Cerraron los caminos de maleza que daban a la costa y con esta prohibición se escuchó por primera vez el   nombre “Monte Vedado.”

 

 Todo funcionó bien hasta 1762, cuando el rey Carlos III le declaró la guerra a Inglaterra, y una escuadra inglesa con miles de hombres destruyó el torreón.    La escuadra cruzó el Monte Vedado hasta la loma de Aróstegui, donde luego se construyó el Castillo del Príncipe. A La Habana no le quedó otra alternativa que rendirse cuando los ingleses volaron el Morro y tomaron Guanabacoa, pero la ocupación inglesa duró menos de un año al firmarse el tratado de paz entre las dos naciones en Fontainebleau y en Paris. Los ingleses le devolvieron La Habana a los españoles a cambio de la península de la Florida. El Monte Vedado volvió a ser suelo prohibido y donde estaba el torreón de la Chorrera se construyó un castillo pequeño con cañones en el techo. Pero los americanos atacaron el castillo y el poblado de la Chorrera por el mar, y bloquearon la costa norte de la isla durante la Guerra de España, Cuba y Estados Unidos en 1898 (la guerra necesaria).

                                                        

C o n t I n u a r á

 

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