Cuba es una isla llena de
imaginación tropical, misterios y leyendas. Comenzaba a descubrirlo justamente
antes de partir en 1963. Nunca llegué a averiguar cuales eran realidad o
fantasía, pero para mí, en los años que descifraba la vida, eran sortilegio.
A mi abuelo paterno le encantaba contarme cuentos de la Guerra de Independencia
que encerraban cierta magia y despertó mi interés por la nación cubana y sus
valientes. Pero mis favoritos eran
definitivamente los que tenían que ver con su hermano mayor que se llamaba
igual que mi padre, Francisco Moreno. Le decían Pacún y era el bohemio de la
familia. Era pintor, amigo y discípulo de Juan Bautista Vermay, fundador y
primer director de la Escuela de Bellas Artes San Alejandro. Mi Tío Pacún, a
quien tristemente nunca llegué a conocer personalmente, si no por la admiración
de su hermano menor, había participado en la fundación de la escuela. Vermay
llegó a Cuba de París al desplomarse el imperio Bonaparte.
En mi mente infantil, Pacún era
un personaje casi novelesco que pintaba las naturalezas muertas colgadas en las
paredes del comedor de la casa donde nací (hoy tienda de pacotilla en el
Vedado). Crecí mirando aquellos cuadros monótonos que nada tenían que ver
con las anécdotas que se hacían de Pacún y con lo que yo percibía de su
personalidad nada convencional y con su espíritu gigantesco y original.
Aquellas manzanas rojas entre mangos y plátanos de los lienzos simplemente no pegaban
con él.
Una vez, alrededor de 1952 (ya
Batista había dado el golpe de estado), hice el descubriemiento más
importante de mi niñez (nací en 1946). En casa había un cuarto alto, algo
así como un desván, donde se conservaban libros, documentos, cuadros y
cachivaches de valor sentimental y cultural que llevaban años allí guardados.
Mi padre, que se ausentaba del mundo en aquel misterioso cuarto, estaba
buscando unos libros de referencia y yo, aprevechando que la puerta estaba
abierta, me fui acercando hasta encontrar detrás de una cortina que vio
mejores días en otro siglo, docenas de desnudos pintados por mi tío abuelo
Pacún. Eran mujeres negras, de todas edades y dimensiones, con labios y uñas
rojo fuego. Una de ellas parecía la Maja Desnuda de Goya africana. Otra era
una Venus de Botticelli mulata. La más alucinante de las obras eran dos negras
bellas bañándose una a la otra a la orilla de un río. Yo quedé anonadada
pero encantada de encontar al fin al Pacún que imaginé reflejado en aquellas
obras extraordinarias que casi seguro acabaron llenas de comején tapando la
ventana del algún ignorante que no las apreció, lo que ha sido común en
revoluciones.
Aparentemente mi abuela no
quería las pinturas en la casa porque no eran aceptadas por la Iglesia
Católica y como los curas de la Parroquia del Vedado a veces nos visitaban
(siempre pidiendo algo), abuela no quería pasar por la vergüenza de explicar
aquellos impúdicos retratos. Luego me enteré por una prima que nos visitó de
Oriente y sabía la respuesta que iba con casi todos los subterfugios
familiares, que Pacún había pintado a todas las sirvientas, cocineras y
niñeras del barrio como Dios las trajo al mundo en ese mismo salón que había
sido su estudio. Abuela, que lo consideraba como un verdadero escándalo, en
cuanto Pacún murió, mandó a guarder las pinturas inaceptables, que desde entonces estaban allí escondidas.
Seguro no las echó a la basura porque respetaba el arte y mucho más a abuelo.
Cada vez que me visitaba una
amiga de la escuela, la llevaba a aquel desván censurado para que conociera mi
custodiado tesoro. A todas les prometía que la próxima vez les enseñaría
una colección de negros en cueros que tenía guardada en otro rincón de la
casa, lo que por supuesto era una mentira para hacerme la interesante. Las
niñas de escuelas de monjas teníamos gran curiosidad por ver hombres
desnudos, sobre todo si eran negros.
En 1960, ayudando a mi padre a
buscar unos sellos antiguos, encontré entre las cosas de Pacún, unos apuntes
escritos a mano sobre la supuesta familia cubana del pintor Pablo Picasso. A
los catorce años sabía que Pablo Picasso era uno de los pintores más
importantes del siglo XX y seguí leyendo porque imaginé al momento que eran
apuntes para una novela de ficción. Pensé que aquellos apuntes eran de Pacún,
único artista de la familia inmediata, por lo que le interesaría todo lo
referente a Picasso. El hallazgo, 13 años antes de la muerte del maestro, fue
interesantísimo.
Resulta que el abuelo materno del
autor de Guernica, llamado Francisco Picasso (nunca se
me olvidó porque era el nombre de mi padre), llegó a Cuba después de la
mitad del siglo XIX buscando fortuna como la mayoría de los españoles,
dejando a su familia en Málaga. Bien se decía en Cuba que el mejor invento
del español después de la alpargata era la mulata, porque abuelo Picasso se
enamoró de una esclava liberta llamada Cristina Serra con la que tuvo cuatro hijos
en Sagua la Grande. Años más tarde, el viejo Picasso falleció a causa de una
anemia perniciosa en Cienfuegos. Fue todo lo que pudimos descifrar porque el
papel añejo y amarillento estaba escrito con lápiz, aunque el título
“Familia cubana de Pablo Picasso” estaba escrito en tinta azul.
Papi y yo tratamos de conseguir
más información con mi tía sagüera, casada con el hermano de mi padre, pero
no encontramos nada. Era como un gran misterio o quizás una fantasía. Ahora
estábamos casi seguros que eran notas para una novela, que hubiera sido
interesantísima. Pasaron los años y alrededor de 1970 --Pablo Picasso aún
vivía, ya convertido en el pintor más famoso del mundo contemporáneo--
recibí una carta de mi padre recordándome nuestro descubrimiento picassiano.
Había visitado Sagua la Grande y tropezado por casualidad con alguien que
efectivamente conocía la fascinante historia de la familia mestiza de Pablo
Picasso. El hijo de Francisco Picasso y Cristina Serra había tenido familia, unos
cuantos hijos y nietos, toda una rama cubana de Picassos a todo color.
Siempre me pregunté si el pintor
habría muerto sin saber de su familia cubana, porque me imagino que le hubiera
encantado conocerla. Uno de los artistas más importantes e influyentes del
Siglo XX, Pablo Picasso, fue amigo íntimo del gran Wilfredo Lam, que
precisamente era de Sagua la Grande, como su familia cubana. Tenia sentido que
los hubiera conocido. No obstante, nunca encontré dato alguno de que el
artista hubiese visitado nuestra isla. Compartí la historia con varias
personas, pero no continué porque me miraban como si les estuviera hablando en
swahili. Solamente Alejandro García-Ramón, mi gran amigo, tuvo la
sensibilidad de apreciar la historia y jugar con la idea de desarrollarla para
la televisión, aunque nunca llegamos a hacerlo. Había que viajar a Cuba,
conseguir los permisos para la investigación, lo que a él como venezolano se
le hubiera facilitado, pero de ahí no pasó. Después de todo podría haber
sido un invento de algún cubano fantasioso que dejó correr la bola desde el
siglo XIX hasta el día de hoy, porque así son las bolas y así somos los del
Caribe.
Hace pocos días, estaba buscando
información sobre teorías de conspiración (tema que me apasiona) para
escribir sobre la cuestión y choqué de casualidad con un artículo del
periodista español Jorge Garrido, contando la historia de los parientes negros
de Pablo Picasso en Cuba y los secretos que la rodean. Eran tales, que se
suspendieron misteriosamente dos libros por editar, uno por una conocida
editorial brasileña y otro por una editorial española de igual fama. No se
supo por qué se detuvieron las ediciones, pero intuyo que fue cuestión de
intereses dada la importancia de la obra del maestro del cubismo. Pero en 1999
se rodó un documental en Cuba producido para la televisión de la isla, con la
historia contada por sus propios protagonistas, los descendientes mestizos del
abuelo Picasso en Sagua la Grande. Los realizadores de la obra y los protagonistas
fueron invitados al festival de cine de Málaga por el periodista malagueño
Domi del Postigo. En España llamó la atención el parecido tan grande entre
los ojos del pintor malagueño y los del nieto de su tío cubano.
El investigador y poeta español
Rafael Inglada, ya había contactado con los Picasso cubanos para realizar la
biografía del artista. El documental despertó la curiosidad de Ramón
Picasso, un médico habanero de alrededor de 50 años y sobrino lejano del
pintor, que posiblemente dado a la falta de información del mundo exterior, no
sabía mucho sobre la obra del gran artista.
Yo por mi parte me sentí
satisfecha de haber tenido acceso desde hace 60 años a esa magnífica historia
que las condiciones del momento no me permitieron investigar. Me sentí, una
vez más, dichosa de haber nacido en ese pedazo de tierra bañado de olas
saladas, donde nada es imposible bajo las palmas. Me sentí privilegiada, como
me siento cuando pienso en La Habana donde crecí, la del Cristo en la bahía,
la del Vedado y del Malecón. Pero me entristeció que esta realidad no se
conociera hasta ahora, pensando en cuantos enigmas y memorias quedaron
guardados en la isla y en aquel desván de la casa, que al morir mi padre,
pasó al estado cubano para convertirse en una quincalla con piso y columnas de
mármol. ¿Tendría alguien la curiosidad de haber revisado el contenido de cada
escritorio, cada librero y cada secreter de la casa? Ese será un misterio que
como el de los Picasso cubanos, se revelará si es que le llega el momento.
Aunque a veces es preferible que no llegue por el aquello de “ojos que no ven,
corazón que no siente.”