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Sunday, February 15, 2015

PABLO PICASSO...¿Y TU ABUELO DONDE ESTA?

Cuba es una isla llena de imaginación tropical, misterios y leyendas. Comenzaba a descubrirlo justamente antes de partir en 1963. Nunca llegué a averiguar cuales eran realidad o fantasía, pero para mí, en los años que descifraba la vida, eran sortilegio. A mi abuelo paterno le encantaba contarme cuentos de la Guerra de Independencia que encerraban cierta magia y despertó mi interés por la nación cubana y sus valientes.  Pero mis favoritos eran definitivamente los que tenían que ver con su hermano mayor que se llamaba igual que mi padre, Francisco Moreno. Le decían Pacún y era el bohemio de la familia. Era pintor, amigo y discípulo de Juan Bautista Vermay, fundador y primer director de la Escuela de Bellas Artes San Alejandro. Mi Tío Pacún, a quien tristemente nunca llegué a conocer personalmente, si no por la admiración de su hermano menor, había participado en la fundación de la escuela. Vermay llegó a Cuba de París al desplomarse el imperio Bonaparte.
En mi mente infantil, Pacún era un personaje casi novelesco que pintaba las naturalezas muertas colgadas en las paredes del comedor de la casa donde nací (hoy tienda de pacotilla en el Vedado). Crecí mirando aquellos cuadros monótonos que nada tenían que ver con las anécdotas que se hacían de Pacún y con lo que yo percibía de su personalidad nada convencional y con su espíritu gigantesco y original. Aquellas manzanas rojas entre mangos y plátanos de los lienzos simplemente no pegaban con él.
Una vez, alrededor de 1952 (ya Batista había dado el golpe de estado), hice el descubriemiento más importante de mi niñez (nací en 1946). En casa había un cuarto alto, algo así como un desván, donde se conservaban libros, documentos, cuadros y cachivaches de valor sentimental y cultural que llevaban años allí guardados. Mi padre, que se ausentaba del mundo en aquel misterioso cuarto, estaba buscando unos libros de referencia y yo, aprevechando que la puerta estaba abierta, me fui acercando hasta encontrar detrás de una cortina que vio mejores días en otro siglo, docenas de desnudos pintados por mi tío abuelo Pacún. Eran mujeres negras, de todas edades y dimensiones, con labios y uñas rojo fuego. Una de ellas parecía la Maja Desnuda de Goya africana. Otra era una Venus de Botticelli mulata. La más alucinante de las obras eran dos negras bellas bañándose una a la otra a la orilla de un río. Yo quedé anonadada pero encantada de encontar al fin al Pacún que imaginé reflejado en aquellas obras extraordinarias que casi seguro acabaron llenas de comején tapando la ventana del algún ignorante que no las apreció, lo que ha sido común en revoluciones.
Aparentemente mi abuela no quería las pinturas en la casa porque no eran aceptadas por la Iglesia Católica y como los curas de la Parroquia del Vedado a veces nos visitaban (siempre pidiendo algo), abuela no quería pasar por la vergüenza de explicar aquellos impúdicos retratos. Luego me enteré por una prima que nos visitó de Oriente y sabía la respuesta que iba con casi todos los subterfugios familiares, que Pacún había pintado a todas las sirvientas, cocineras y niñeras del barrio como Dios las trajo al mundo en ese mismo salón que había sido su estudio. Abuela, que lo consideraba como un verdadero escándalo, en cuanto Pacún murió, mandó a guarder las pinturas inaceptables, que  desde entonces estaban allí escondidas. Seguro no las echó a la basura porque respetaba el arte y mucho más a abuelo.
Cada vez que me visitaba una amiga de la escuela, la llevaba a aquel desván censurado para que conociera mi custodiado tesoro. A todas les prometía que la próxima vez les enseñaría una colección de negros en cueros que tenía guardada en otro rincón de la casa, lo que por supuesto era una mentira para hacerme la interesante. Las niñas de escuelas de monjas teníamos gran curiosidad por ver hombres desnudos, sobre todo si eran negros.
En 1960, ayudando a mi padre a buscar unos sellos antiguos, encontré entre las cosas de Pacún, unos apuntes escritos a mano sobre la supuesta familia cubana del pintor Pablo Picasso. A los catorce años sabía que Pablo Picasso era uno de los pintores más importantes del siglo XX y seguí leyendo porque imaginé al momento que eran apuntes para una novela de ficción. Pensé que aquellos apuntes eran de Pacún, único artista de la familia inmediata, por lo que le interesaría todo lo referente a Picasso. El hallazgo, 13 años antes de la muerte del maestro, fue interesantísimo.
Resulta que el abuelo materno del autor de   Guernica, llamado Francisco Picasso (nunca se me olvidó porque era el nombre de mi padre), llegó a Cuba después de la mitad del siglo XIX buscando fortuna como la mayoría de los españoles, dejando a su familia en Málaga. Bien se decía en Cuba que el mejor invento del español después de la alpargata era la mulata, porque abuelo Picasso se enamoró de una esclava liberta llamada Cristina Serra con la que tuvo cuatro hijos en Sagua la Grande. Años más tarde, el viejo Picasso falleció a causa de una anemia perniciosa en Cienfuegos. Fue todo lo que pudimos descifrar porque el papel añejo y amarillento estaba escrito con lápiz, aunque el título “Familia cubana de Pablo Picasso” estaba escrito en tinta azul.
Papi y yo tratamos de conseguir más información con mi tía sagüera, casada con el hermano de mi padre, pero no encontramos nada. Era como un gran misterio o quizás una fantasía. Ahora estábamos casi seguros que eran notas para una novela, que hubiera sido interesantísima. Pasaron los años y alrededor de 1970 --Pablo Picasso aún vivía, ya convertido en el pintor más famoso del mundo contemporáneo-- recibí una carta de mi padre recordándome nuestro descubrimiento picassiano. Había visitado Sagua la Grande y tropezado por casualidad con alguien que efectivamente conocía la fascinante historia de la familia mestiza de Pablo Picasso. El hijo de Francisco Picasso y Cristina Serra había tenido familia, unos cuantos hijos y nietos, toda una rama cubana de Picassos a todo color.
Siempre me pregunté si el pintor habría muerto sin saber de su familia cubana, porque me imagino que le hubiera encantado conocerla. Uno de los artistas más importantes e influyentes del Siglo XX, Pablo Picasso, fue amigo íntimo del gran Wilfredo Lam, que precisamente era de Sagua la Grande, como su familia cubana. Tenia sentido que los hubiera conocido. No obstante, nunca encontré dato alguno de que el artista hubiese visitado nuestra isla. Compartí la historia con varias personas, pero no continué porque me miraban como si les estuviera hablando en swahili. Solamente Alejandro García-Ramón, mi gran amigo, tuvo la sensibilidad de apreciar la historia y jugar con la idea de desarrollarla para la televisión, aunque nunca llegamos a hacerlo. Había que viajar a Cuba, conseguir los permisos para la investigación, lo que a él como venezolano se le hubiera facilitado, pero de ahí no pasó. Después de todo podría haber sido un invento de algún cubano fantasioso que dejó correr la bola desde el siglo XIX hasta el día de hoy, porque así son las bolas y así somos los del Caribe.
Hace pocos días, estaba buscando información sobre teorías de conspiración (tema que me apasiona) para escribir sobre la cuestión y choqué de casualidad con un artículo del periodista español Jorge Garrido, contando la historia de los parientes negros de Pablo Picasso en Cuba y los secretos que la rodean. Eran tales, que se suspendieron misteriosamente dos libros por editar, uno por una conocida editorial brasileña y otro por una editorial española de igual fama. No se supo por qué se detuvieron las ediciones, pero intuyo que fue cuestión de intereses dada la importancia de la obra del maestro del cubismo. Pero en 1999 se rodó un documental en Cuba producido para la televisión de la isla, con la historia contada por sus propios protagonistas, los descendientes mestizos del abuelo Picasso en Sagua la Grande. Los realizadores de la obra y los protagonistas fueron invitados al festival de cine de Málaga por el periodista malagueño Domi del Postigo. En España llamó la atención el parecido tan grande entre los ojos del pintor malagueño y los del nieto de su tío cubano.
El investigador y poeta español Rafael Inglada, ya había contactado con los Picasso cubanos para realizar la biografía del artista. El documental despertó la curiosidad de Ramón Picasso, un médico habanero de alrededor de 50 años y sobrino lejano del pintor, que posiblemente dado a la falta de información del mundo exterior, no sabía mucho sobre la obra del gran artista.

Yo por mi parte me sentí satisfecha de haber tenido acceso desde hace 60 años a esa magnífica historia que las condiciones del momento no me permitieron investigar. Me sentí, una vez más, dichosa de haber nacido en ese pedazo de tierra bañado de olas saladas, donde nada es imposible bajo las palmas. Me sentí privilegiada, como me siento cuando pienso en La Habana donde crecí, la del Cristo en la bahía, la del Vedado y del Malecón. Pero me entristeció que esta realidad no se conociera hasta ahora, pensando en cuantos enigmas y memorias quedaron guardados en la isla y en aquel desván de la casa, que al morir mi padre, pasó al estado cubano para convertirse en una quincalla con piso y columnas de mármol. ¿Tendría alguien la curiosidad de haber revisado el contenido de cada escritorio, cada librero y cada secreter de la casa? Ese será un misterio que como el de los Picasso cubanos, se revelará si es que le llega el momento. Aunque a veces es preferible que no llegue por el aquello de “ojos que no ven, corazón que no siente.”

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